
Buena parte de las palabras finales de Jesús estuvieron enfocadas en explicar a sus discípulos la obra del Espíritu Santo. En Juan 16:7-11 leemos: “Pero les digo la verdad: Les conviene que me vaya porque, si no lo hago, el Consolador no vendrá a ustedes; en cambio, si me voy, se lo enviaré a ustedes”.
Esta declaración de Jesús parecía sin sentido para sus discípulos. Para ellos, que esperaban la restauración de la nación de Israel a su antiguo esplendor, las palabras de Jesús eran incomprensibles. ¿Cómo podía ser conveniente que Jesús se fuera? ¿Cómo podía ser el Mesías prometido si estaba anunciando que dejaría el mundo?
Pero en el plan divino no estaba contemplado que Jesús se quedara para siempre en la Tierra, pues su reino no era de este mundo. Iba a ser crucificado, sepultado, y luego resucitaría para finalmente ascender a los cielos. Y entonces enviaría al “Consolador”. Este Consolador era el Espíritu de verdad, el Espíritu Santo, la tercera persona de la Trinidad.
Fue necesaria la venida del Espíritu Santo para que los discípulos comprendieran la verdadera razón de la venida de Jesús. Solo después del Día de Pentecostés, Pedro y los demás comprendieron todo lo que Jesús les había dicho. Fue a través del Espíritu Santo que tuvieron la revelación sobre el plan de redención, y fue a través del poder que recibieron que pudieron dar testimonio con toda convicción de que Jesús era el Mesías.
La buena noticia es que el Espíritu Santo no solo vino para hacer esa obra en los discípulos del Siglo I, también vino para hacer la misma obra en nosotros, los creyentes del Siglo XXI. A nosotros también el Espíritu Santo nos enseña y nos recuerda las palabras de Jesús. A nosotros también nos ha dado el poder que necesitamos para testificar de Jesús.